Tetas puntiagudas decidió no ir a cenar con Oreja rasgada. Era mejor dejar el tiempo correr, beber cerveza y bailar al ritmo del olvido. Era absurdo. Volvería a sentir lo mismo: ojos que la escudriñan, que la juzgan, que le indican lo absurda que es su vida y lo feliz que sería al lado de alguien que la comprenda, alguien que la quiera distinto, como en las películas francesas.
Sí, ni se molestaría en llamar. Pero claro, había dado su palabra y entonces pensó que sólo si él volvía a insistir accedería a la cita, porque ella se consideraba una señora y siempre cumplía lo que decía. Pero realmente no quería ir. El la apabullaría con toda su corte de libros leídos, proyectos políticos, disertaciones filosóficas y más aún, profundizaría en su mirada.
A ella le entrarían ganas de salir corriendo y de llorar a mares porque él es el único que la ha mirado a los ojos y ha visto lo que había. “No, no quiero ir, pero he dado mi palabra. Tal vez debiera ir sin mas, cenar un día de semana en un sitio pequeño y no beber demasiado. Intentar retener sus golpes para que no me hagan sufrir”.
Oreja rasgada dijo un día que le gustaba Tetas puntiagudas por dos razones: porque era de las pocas personas que le llevaba la contraria y porque con ella se sentía relajado. Sin embargo a Tetas puntiagudas no le gustaba Oreja rasgada porque era un mentiroso. Manipulaba a todo el mundo que tenía cerca y siempre conseguía sus propósitos. A ella no le gustaba que la manipularan, que la engañaran, y sobre todo, formar parte de un juego de conquista absurdo.
A Tetas puntiagudas le gustaban las pequeñas cosas, la sencillez y las personas que le inspiraban belleza. No le gustaban aquel tipo de personas que va indagando para controlar al adversario y que acaban por transmitirle tan poco que mantiene conversaciones estúpidas sobre amantes fantasma o sobre su odio a la sopa.
Tetas puntiagudas sabía que mantener una conversación con el la entristecería. Oreja rasgada se encargaría de recordarle sus virtudes y sus defectos y le insistiría en que no es bueno que una chica de su edad ande sola por el mundo, que ya es hora de tener a alguien cerca. “Pero es que no quiero que nadie me limite”. “Mujer, eso es que no has encontrado a nadie que esté a tu altura”. “Es verdad, a mí me gustan los chicos altos”.
Mantendrían conversaciones sobre qué es el amor, sobre lo engañados que han estado este tiempo. Y al final, con el vino y el foie el intentaría besarla de nuevo, como a los dieciséis, pero esta vez a ella no le daría igual. “Yo nunca volveré a darte un beso”.
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